Tenebrae en la catedral. Es una ceremonia que me gusta especialmente. La última vela encendida en la oscuridad, el estrépito y el silencio con el que termina todo son la puerta ideal para los días santos. La muerte de alguien conocido (q.e.p.d.) también ha marcado el tono para estos días. Memento mori.
De camino a la catedral he escuchado el Miserere de Allegri. Dice Wikipedia que lo compuso para el uso exclusivo de los servicios de Tenebrae en la Capilla Sixtina durante la Semana Santa. Una preciosidad:
ÚLTIMA CENA José María Valverde (Mat. XXVI, 26-28) Ya no me queda nada que deciros. Me hice palabra; todo os lo he contado, pero sé que lo olvidaríais pronto, pues las palabras son hijas del tiempo. Sé cómo sois: no voy a reprocharos. Por eso estoy aquí, por eso vine. Sé que os dormís al borde de la muerte o al borde de la vida, como el niño que cae, con la cuchara de camino desde el plato a la boca, ebrio de sueño; que deja de importaros todo, gloria, infierno y esperanzas más queridas, cuando os sentáis, cansados, a pedir una sombra, un bocado, un sorbo de agua. Sé que os amáis en la tiniebla, haciendo los hijos sin saberlo, y ellos crecen igual que cieguecitos, tanteando al andar vuestras manos silenciosas. Y sé que el traqueteo de los días, como ruido de ruedas, os aturde, y se os apaga la memoria, floja, y que os quedáis pegados a la vida como el lagarto a la pared caliente, y no tenéis más mundo que el que os entra por el cuerpo, como un agua bien densa de tocar, de comer, y de dolores. Os miraba cenar. Eso era cierto, vuestro ruido de bocas, vuestra sed, vuestro tomar en serio, respetuosos con cada miga, lo de vuestros platos. Del andar por los secos olivares detrás de mi palabra, esto os quedaba: una vaga doctrina, en la fatiga, y un hambre polvorienta y verdadera. Hijos míos: lo sé. No me da miedo. Os seguiré hasta el fin; me quedaré en el último cuarto de la casa, detrás de los dormidos, en lo oscuro, en lo viscoso y en lo repugnante, mezclado en la raíz de lo que sube a animaros a andar todos los días, y hasta, en los buenos ratos, a alegraros. Allá voy de cabeza para siempre, a acompañaros en olvido y tacto. Me comeréis y beberéis. Me haré vosotros: no podréis echarme fuera por mucho que pequéis: seré los huesos, la química más dulce que os calienta, el peso que arrastráis por los caminos, lo que quemáis viviendo, vuestro gasto. Comed mi pan: se ha vuelto ya mi carne. Bebed mi vino: se ha vuelto mi sangre.
Oh, Marcela. ¡Muchas gracias!