Voy con un día de retraso, pero aún llego a tiempo (en horario americano) a publicar el 4 de mayo, vísperas de mi cumpleaños. Tendría que haber empezado el mes con un poema a la Virgen, pero como voy últimamente de retraso en retraso, lo traigo hoy, en los últimos minutos del primer domingo de mayo, con bombos y platillos.
El bus ha salido de NY a las 8 en punto. Me ha sorprendido que el bus comenzara a moverse justamente cuando el reloj marcaba las ocho-cero-cero. Me he sentado al lado de una madre con dos niñas, de unos 4 y 6 años, que estaban sentadas en las dos sillas de enfrente. La mayor estaba jugando con el móvil, mientras la madre intentaba conectar el ordenador al wifi del bus para dárselo a la pequeña. Quería ver “Fruits” en Youtube. La niña se estaba impacientando un poco, pero la madre le enseñaba lo que hacía y le explicaba que no funcionaba la conexión. Funcionó, finalmente, aunque no por mucho rato. Las dos niñas compartieron un rato el móvil, hasta que la madre se los pidió de vuelta, al ver que el bus no tenía enchufes. No sé exactamente qué, pero hubo algo en los intercambios entre madre e hijas que me resultó particularmente entrañable.
Paramos en Delaware y el conductor dijo que salíamos a las 10:19. A las 10:19 vi que la madre y las niñas no habían regresado y vi al conductor ya sentado en la silla, listo para salir. Le dije que faltaba alguien, pero me dijo que no era su problema. Le insistí, con un poco más de fuerza, casi suplicante, que esperara un minuto, que me dejara ir a buscarlas, pero me dijo que me podía bajar si quería, que él salía ya, que la gente tenía otros buses por coger. El resto de los pasajeros estaban mudo, aunque dudo que estuvieran ajenos la conversación. Miré a las ocho personas de adelante, pidiendo un poco de apoyo, y sólo una le dijo: “She has two kids!” Le insistí al conductor que a nadie le importaba esperar un minuto más y volví a mirar atrás, esperando un poco más de aquiescencia. Y nos fuimos. Volví a mi asiento con el corazón encogido. Me acordé del Youtube, así que me atreví a abrir el ordenador, conectarlo al wifi de mi móvil y buscar su correo. Le conté lo que había pasado y me ofrecí a guardarle su equipaje o llevárselo a donde hiciera falta. A pesar del agobio, todo terminó bien: una prima suya fue a la estación y allí le entregué sus cosas. Es lo poco que podía hacer.
PERIPECIAS DE LA GRAN CAPITANA
Jesús Cotta
Señora de Kazán, que, escapando de Lenin
en los brazos de un húsar, te perdiste en la tundra,
hasta que un caballero te salvó en la subasta.
Virgen negra de Czestochowa, con cicatrices
de una herética espada, que posaste ante Lucas,
y libraste a Polonia del horror de la Peste.
Niña de Guadalupe, flor de Tenochtitlán,
que pisaste a los dioses que devoraban niños
y en la túnica luces el galón de un obús.
Reina de las Marismas, mugida por cien bueyes,
que a los cielos arrojas desde bravos romeros
nuestras avemarías con la fuerza de un géiser.
Mi patrona querida, donación de la Reina,
que, a la vez que en la ermita destrozaban tu réplica,
te embarcabas a América, dentro de un maletín.
Macarena al acecho del cóctel Molotov,
que te hiciste pasar por enferma en la cama
y por muerta en el féretro de Joselito el Gallo.
Panagía de Iver, odio del iconoclasta,
Madre de Velankanni, que salvaste a los náufragos,
Pietá herida por tu hijo Laszlo Toth con martillo,
Estrella la Valiente desafiando a las balas,
Pilarica entrañable, que desactivas bombas
y al cojo de Calanda le pusiste una pierna.
Esperanza quemada por Calvino mil veces,
arrancada con saña de los nobles retablos,
mientras sucio bailaba Lucifer en la hoguera.
Oh madrina del cosmos, capitana del barco
que rescata rameras de las garras del chulo
con tu límpido ejército de niños no nacidos,
Notre Dame de los coptos, sobre la Media Luna,
que te muestras en sueños a muchachas con velo
y el sol mueves en Fátima, lloras sangre en Akita,
y al poseso liberas con un beso en la frente;
te desgranan las manos de muy recios soldados
y altos crecen tus lirios en las fosas comunes.
Odiseo y Gagarin con Elcano y Simbad,
Ben Battuta y Cortés, Marco Polo y Neil Armstrong
sobre los altos montes te rezan el Akáthistos,
oh Madonna, oh Tonantzin, oh Galactotrophousa,
lo que queda de pie después del huracán,
la que ampara al gorrión que cayó de su nido,
y juglares y mártires versifican tus glorias
en un libro miniado de galaxias y arcángeles,
donde siempre desarmas al ángel vengador,
donde eres lo último que pronuncio al morirme.
¡Muchísimas felicidades, Marcela! Y gracias por compartirnos día a día un regalo en forma de poema.