Por la mañana han venido los monos a comer de los plátanos (“murrapitos”) que les hemos puesto en el comedero que comparten con los pájaros. Es siempre un evento que a todos nos emociona, a los grandes y a los pequeños.



Como estamos un poco en medio de la selva, el terreno para llegar hasta la finca es todo un reto para los carros y nadie le quiere confiar el suyo a “Marcelita”. Así que A. me lleva a Misa en su moto, en lo que se siente como una escapada furtiva por un terreno accidentado. Entro a la iglesia, él me espera en un bar, viendo la final de la Champions, y volvemos cuando el partido va 4-0.


La finca es un verano eterno. Las horas largas, la piscina (llena con agua de río, que cae por un tubo en un chorro terapéutico y sigue corriendo por el otro lado), los niños jugando con el agua en la pista jabonosa, las luces nocturnas: las luciérnagas, las estrellas, las velas en las rocas que enmarcan la piscina.
BODEGÓN DE UNA NOCHE DE VERANO
José Luis Parra
Cómo se arrugan, sigilosas,
imperceptiblemente,
las peras, las manzanas,
en el cristal imperturbable; cómo
se mancha y ennegrece el amarillo
de los plátanos
y se ablanda
la pulpa, el fulgor de las cerezas…
Si fueran más agudos tus sentidos
sin duda escucharías,
en esta quieta noche de verano,
el incesante juego de la muerte
incluso en la aparente consistencia
del frutero.
Y tú aquí, sudoroso,
medio desnudo,
fumando sin sosiego en la cocina;
tú aquí, presa rendida, ya atrapado
por los feroces lebreles del tiempo;
tú aquí,
coronando sin gloria esta sombría
naturaleza muerta.