Mientras estoy de camino para hacerme los exámenes médicos para la renovación del carnet de conducir, escucho el podcast en el que Lucía Martínez habla de su nuevo libro —El arte de no llegar a todo— con Manu de la Chica. Muy bueno. Lucía —nomen, omen— siempre me ha deslumbrado: es toda luz o, más bien, todo arder. Según esa distinción que ella misma hace entre brillar y arder, “arder” es una palabra que la define bastante bien.
He empezado a trabajar en el syllabus para el nuevo curso que daré este semestre: una introducción a la teología desde una perspectiva muy existencial. Pienso que quiero que haya un componente musical, o algo así como el Two Week Music Challenge que propone John Cuddeback, y que leamos dos novelas, además de las lecturas más breves para cada clase. Pensaba en El Sunset Limited, pero La-Máquina (ChatGPT) casi me ha convencido de que leyera Barrabás de Pär Lagerkvist (¿alguien en este Jardín que lo haya leído?). También he pensado en el difícil y fascinante Mientras no tengamos rostro, de C.S. Lewis (“far and away my best book”), y en un cuento, “Revelación”, de Flannery O’Connor, y en que quizá El Festín de Babette cuadraría bastante bien… Luego me he acordado de mi reciente defensa apasionada de La consolación de la filosofía, y lo bien que me serviría como hilo conductor de la clase… y así se van multiplicando las ideas, haciendo imposible la tarea. Tengo que recordarme que el que mucho abarca, poco aprieta, y que la sabiduría de Lucía bien me vendría a la hora de preparar estas clases.
BOECIO Y LA FILOSOFÍA Luis Alberto de Cuenca Para Emilio del Río Después de una lectura minuciosa del De consolatione Philosophiae de Boecio me da la sensación de haber vencido el miedo para siempre (del pánico no hablemos) y, a la vez, de haber dejado atrás toda esperanza. Es lo que tiene la Filosofía. Cuando el hombre, esa «caña pensadora» según Pascal, se acerca a ella en medio de la desolación acostumbrada, pasa lo que pasaba con el vino en palabras de aquel mordaz portero del Macbeth shakespeareano: que estimula el fuego del deseo, pero impide su ejecución. Sobreponerse al miedo implica un subidón de adrenalina tal que altera y perturba nuestro espíritu y, olvidando el sermón de Benarés, nos catapulta en brazos del deseo. Luego llega la cruda realidad a colocarnos en nuestra casilla y hace que recalemos velis nolis en el reino de la desesperanza (que tampoco es tan grave si se asume desde barrera escéptica y estoica y epicúrea a la vez, tal como hiciera en sus Ensayos el genial Montaigne). El caso es que Boecio, denunciado por algún envidioso de conjura probizantina en contra de su rey, fue alojado por tiempo indefinido en una celda oscura de Pavía. Fue allí donde, ignorante de la suerte que iba a correr, cercado por la angustia, chapoteando entre las inmundicias, recibió la visita inopinada de la Filosofía con mayúscula. De la conversación que mantuvieron ella y él surgirían cinco libros que transcribió el magister officiorum (que no era poca cosa) de la Corte del ostrogodo Teodorico en Rávena. Boecio pinta a la Filosofía como una dama de ojos penetrantes y busto generoso, con las ropas desgarradas por un desaprensivo carcelero que quiso abusar de ella y lo que consiguió fue conferirle una capacidad de seducción mucho mayor que la que le otorgábamos antes de hacer su entrada en la mazmorra. No sabemos qué fue de los fragmentos de tela que cubrían, estratégicos, el deseable cuerpo de la dama: si crecieron en fragmentariedad o si se mantuvieron impolutos. Sí sabemos que Dante, muchos siglos después, se consolaba de la muerte de Beatrice con el opus magnum escrito por Boecio en una celda oscura de Pavía, poco antes de ser decapitado.
Ay, Marcela, qué ilusión que hayas escuchado el pódcast y te haya gustado. Lucía hace todo muy fácil. Quedas invitada cuando quieras al pódcast para grabar uno juntos. Que pases muy bien verano.
¡Marcela! ¡Que me pongo colorada! No sé si me merezco esas palabras, pero gracias mil, por escucharme y por tu cariño. Es un honor viniendo de alguien a quien admiro tanto.