He estado todo el día revisando un capítulo que necesita una poda inmisericorde. Las palabras empiezan a agobiarme.
He leído en Nuestro Tiempo el artículo que ha escrito Álvaro Hernández Blanco acerca de su nuevo documental sobre las dos últimas hablantes del ku'ahl. Al parecer, cada año mueren 9 lenguas en el mundo. Son lenguas que el último hablante ve morir con el último de los suyos. Cómo será esa soledad de ser el último. De saber que en su corazón está ya enterrada la voz de su cultura.
Me he acordado del poema de Dana Gioia en el que compara el matrimonio con una lengua indígena de solo dos hablantes, una lengua que también morirá con ellos: “This intimate patois will vanish with us, / its only native speakers”. Como lo he plantado en el otro jardín, no lo vuelvo a traer, pero podéis leerlo aquí. Es un poema precioso.
Pensando en el sonido, en la voz viva de un idioma, me he acordado de este poema sobre cómo nos llega hasta hoy la voz de Eva. (Es un poema al que llegué gracias al comentario de Michael Pakaluk al Evangelio de san Juan, que parte de esa premisa: si Juan vivió con la Virgen María por más de treinta años, ¿cómo no va estar la voz de María presente en su evangelio?)
NEVER AGAIN WOULD BIRD’S SONG BE THE SAME
Robert Frost
He would declare and could himself believe
That the birds there in all the garden round
From having heard the daylong voice of Eve
Had added to their own an oversound,
Her tone of meaning but without the words.
Admittedly an eloquence so soft
Could only have had an influence on birds
When call or laughter carried it aloft.
Be that as may be, she was in their song.
Moreover her voice upon their voices crossed
Had now persisted in the woods so long
That probably it never would be lost.
Never again would birds’ song be the same.
And to do that to birds was why she came.