En las últimas semanas he estado escuchando varias entrevistas con Carlos Eire, el historiador de la Universidad de Yale que acaba de publicar “una historia de lo imposible”. Esto es, una historia—seria, con métodos historiográficos—sobre eventos que casi todo el mundo piensa que nunca sucedieron y que no podrían suceder: levitaciones y bilocaciones. They Flew es el título. Volaron. Un hecho histórico, innegable, imposible. ¿Qué hacemos con un dato como éste?
Hoy es la fiesta de la Virgen de Lourdes. En una entrevista Eire cuenta de un amigo suyo que estuvo en Lourdes, por acompañar a otra persona, y allí, en un tropiezo, terminó con las dos manos en la pared de la gruta… y se curó de la discapacidad en una pierna que la había causado una granada en Vietnam. Eire lo cuenta como un ejemplo de lo que es más imposible que una levitación: convencer a un escéptico. Su amigo está convencido de que no fue un milagro y tiene clarísimas todas las explicaciones de lo que pudo suceder.
El poema de hoy es del primer poemario de Anya Silver, The Ninety-Third Name of God, sobre su lucha contra el cáncer y el sufrimiento que la va acercando a Dios. El diagnóstico terminal se lo dieron cuando estaba embarazada de su primer hijo. Del cáncer diría después: “My poetry got better. Nothing focuses your mind and helps you see clearly what’s important quite like cancer. It made me want to explore, even more, the beauty and divinity of the ordinary world.” Silver murió hace un par de años, poco antes de cumplir los 50.
LEAVING THE HOSPITAL
Anya Silver
As the doors glide shut behind me,
the world flares back into being—
I exist again, recover myself,
sunlight undimmed by dark panes,
the heat on my arms the earth’s breath.
The wind tongues me to my feet
like a doe licking clean her newborn fawn.
At my back, days measured by vital signs,
my mouth opened and arm extended,
the nighttime cries of a man withered
child-size by cancer, and the bells
of emptied IVs tolling through hallways.
Before me, life—mysterious, ordinary—
holding off pain with its muscular wings.
As I step to the curb, an orange moth
dives into the basket of roses
that lately stood on my sickroom table,
and the petals yield to its persistent
nudge, opening manifold and golden.