48. Sonda (Sergio Navarro Ramírez)
El sábado, antes de la cena estupenda de la que escribí ayer, fui con E. y R. a la sede en Virginia del Museo Aeroespacial del Smithsonian, al lado del aeropuerto. La construyeron para poder exhibir todo lo que no cabía en la sede del National Mall, que es la que suele tener más visitantes. Así que en lugar de tener pequeñas piezas curiosas de museo, tienen un hangar enorme con todo tipo de aviones fascinantes: desde avioncillos muy pop que parecen hechos de azúcar hasta badass planes, al mejor estilo Star Wars, como el Lockheed S-71 “Blackbird”, que dejó de usarse a finales de los 80 y que aún tiene todos los récords de velocidad y altitud. Si yo, que poco sé de aviones y que hice bastantes preguntas tontas a nuestro guía, estaba muy entretenida, no me imagino lo que ha de ser para los chicos a los que estas cosas les obsesionan.
La parte donde están todos los artefactos espaciales—¡un transbordador espacial Discovery!—me hizo volver a mi infancia-adolescencia, a esa época en la que quería ser astronauta. Me acuerdo perfectamente cuando me dijeron que visitaríamos el Kennedy Space Center. Me hice un moratón de la caída por ponerme a dar saltos por los muebles. El año pasado fui a tomar algo con una profesora de inglés del colegio a la que no veía hacía años y me dio la impresión de que estaba auténticamente decepcionada de que no hubiera terminado en la NASA. ¡Los sueños, la imaginación, las fijaciones de aquellos años…!
SONDA
Sergio Navarro Ramírez
La sonda emite su señal, exhausta,
en el frío desierto del espacio.
Se interna en una tierra extraña donde
no quebranta el silencio su palabra.
A la deriva, vaga con su voz,
como el viento transporta la simiente
que se siembra al azar en el terreno
–¿cómo dar fruto, si ninguna tierra
es fecunda?–. Tentada por oscuras
gravedades, prosigue su camino,
con la fe de un apóstol o un poeta
que se adentra en la noche con la luz
sola de su palabra y que descubre,
que alumbra, la invencible vastedad
del abismo que cruza.