Hoy es, según varias tradiciones, el día más significativo del año: el día que Dios creó el universo, el del sacrificio de Abraham, el de la Anunciación, esto es, la Encarnación del Hijo de Dios, y el de su crucifixión. (Look it up). La Anunciación es una fiesta con mucha más tradición que la Navidad. De hecho, no es que la fecha de la Anunciación se haya fijado en referencia al nacimiento, sino que, como explica Benedicto XVI, “el punto de partida para la fijación de la fecha del nacimiento de Cristo lo constituye, sorprendentemente, la fecha del 25 de marzo.” En El Espíritu de la Liturgia, el Papa explica el riquísimo significado del 25 de marzo y añade: “Me parece evidente que, también nosotros, debemos recuperar esa mirada cósmica si queremos volver a comprender y a vivir el acontecimiento cristiano en toda su amplitud y profundidad.” Esa mirada cósmica que Tolkien, sin duda, tenía y que lo llevó a elegir el 25 de marzo como el día de la destrucción del Anillo Único y, con él, del Malísimo, Sauron. Espero que celebréis por lo alto.
Cuelo aquí el poema del otro blog, porque es el que poema que se ha vuelto ya tradicional para mí en la Anunciación. En esa misma línea, sin embargo, traigo otro poema ecfrástico, de uno de mis cuadros favoritos de la National Gallery of Art de Washington, “La Anunciación” de Jan van Eyck . En la web se puede hacer superzoom (sin pixelado) a todos los detalles: el suelo, los frescos de la parte de arriba, los medallones de Isaac y Jacob más abajo… Mientras nosotros somos los espectadores de las palabras del Ángel, Dios Padre es el espectador de las palabras de la Virgen.
Dice San Bernardo: “Responde con una palabra, recibe la Palabra de Dios. Di una palabra, concibe la Palabra divina. Respira una palabra pasajera, abraza la Palabra eterna”.
TAKE A WORLD Terri Witek The Annunciation by Jan Van Eyck, 1434–36 Take a world in which each flower’s an Easter lily and books chivvy open to the place where our names leap. Then step into the temple where Mary, gown belled like a Christmas tree angel’s, speaks with a real one. Their hands negotiate: Mary is asking why light curls to ribbony rainbow on the angel’s back while through her own body it shoots in stiff gold arrows. The angel nods, grins. Nothing more gorgeous than their drapery-softened gesticulation, the room’s blue-propped lilies and plump ottoman. It’s enough to make us think they’re standing in the world, two women alert to the heft of their clothes as Mary asks, “Who, me?”, her eyes sliding sideways to her painter, master of distraction. She can’t see Jehovah behind her, his one blazing window, though we can, we see the room’s whole depth falling into light as we wait for someone not transfixed by dilemma who’s standing where we are. As we wait for Joseph.