Hace unos días hice una pequeña purga de mi biblioteca —libros para devolver a la biblioteca de la universidad y libros para regalar— y me encontré con un libro que L. me había prestado hacía un par de años (The Presence of the Word, de Walter Ong). Desde entonces no nos habíamos visto, así que le envié un mensaje para que quedáramos. Estuvimos comiendo en el Murphy’s Grill de la universidad y me contó que ya tiene 20 nietos (es bastante joven, en realidad, pero un par de adopciones de varios niños casi adolescentes, cuando era aún más joven, dan para mucho) y que ahora está dedicada de lleno a la pintura. Todos los miércoles está en la National Gallery, haciendo copias de los grandes maestros. Me ha dicho que actualmente sus pintores favoritos son todos españoles, que tienen una vitalidad que no encuentra en otras partes: Murillo, Velázquez, Sorolla. Que no le sorprende que el gran pintor americano John Singer Sargent se hubiera sentido tan cautivado por España y que hubiera sido allí donde su pintura encontró un nuevo impulso e inspiración. (En la National Gallery hubo una exhibición estupenda sobre Sargent y España en el 2022). En todo caso, me ha dicho que Sorolla, “the family man”, al que Sargent admiraba, le gusta mucho más, y me ha animado a ir a la Hispanic Society of America, en Nueva York, donde está la gran obra de Sorolla, “Visión de España”, 14 pinturas colosales que, según el mismo pintor, representaba una España “a punto de desaparecer”. Nunca había escuchado hablar de esta joya neoyorquina y ahora estoy pensando cuándo planear un escape.
Ahora el gran sueño de L. es irse un tiempo a Madrid y hacer alguna copia de un Velázquez en El Prado. He sentido un cierto orgullo español, como cuando vi el vídeo de la nueva campaña de mecenazgo del documental en el que está trabajando José Luis López-Linares, We the Hispanos. Maravilla.
VELÁZQUEZ
(Soneto con estrambote en prosa)
Ramón Gaya
Mucho ha sido borrado por su mano:
lo ideal, lo perfecto, la belleza;
la misma fealdad, con su tristeza,
se ha disuelto en el aire soberano.
Un lujo de pintura –veneciano–
ha querido perderse en la justeza.
Topamos con lo externo y la pobreza
de la vil superficie, el rostro vano,
la fachada de todo, lo aparente.
¿Sólo ha sido copiada y respetada
la sorda piel del mundo aquí presente?
Parece que estuviera –bien pintada–
la simple realidad indiferente;
pero el Alma está dentro, agazapada.
[Y aquí va el “estrambote en prosa” de Gaya. Iba a resumirlo, ¡pero no sé qué quitar, más que un paréntesis largo!]
Eso que nos parece estar escondido, agazapado detrás de la realidad del mundo y detrás de la realidad velazqueña, más que el alma, es un Algo, un «algo» que sólo nos es dado percibir (cuando lo percibimos) como por una especie de trasparencia, a través del cuerpo compacto de la realidad. No, no es propiamente el alma, porque a ella, en un cierto modo y hasta un cierto punto, la conocemos muy bien y podría decirse que dispone, incluso, de una fisonomía propia bastante determinada; además, el alma no está nunca de antemano, desde un principio, sino que... acude. El alma, como un agua viviente, con la puntualidad y fatalidad de un agua viviente, inundadora, acude a llenar esas concavidades que, aquí o allí, han quedado dispuestas para recibirla; el alma acude (cuando acude) como un... merecimiento -por eso no podemos salir, desaforadamente, como bárbaros cruzados, en su persecución y conquista, sino esperarla tranquilos, pasivos, limpios, por si ella, por propia, piadosa, armoniosa voluntad, quiere buenamente acudir, venir y aposentarse en nosotros, habitarnos-; el alma acude (cuando acude) en donación, en gracia; no tenemos alma, la alcanzamos (cuando nos es dado alcanzarla), o mejor, nos alcanza (cuando nos alcanza). El alma acude a nosotros (cuando acude) y, más raramente aún, acude también a esas obras que, en realidad de verdad, no son obras, sino seres, es decir, esas obras nuestras que ni son obras ni son nuestras. Pero ese Algo, en cambio, ese «algo» animado que nos parece ver, o entrever, o entresentir, detrás mismo de la realidad, no es que acuda, sino que está siempre y desde siempre en ella, escondido y como agazapado en ella. La realidad -eso lo sabemos todos, lo sentimos todos- es... sagrada; y es sagrada -no divina- sin duda por ser portadora, encerradora, escondedora de ese Algo tan... evidente; Velázquez -como Cervantes, y acaso como Murillo, y también como Galdós- supo darse cuenta, de una ojeada rápida y extendida, que la realidad no puede ser esquivada, evitada, saltada, por muy deleznable, provisional o externa que nos parezca, y por muy espirituales, esenciales y profundos que nos supongamos, ya que es precisamente en ella, dentro de ella, donde habita, viva y fija, esa sustancia que, sin embargo, no es en absoluto -como algún día hemos podido creer- sustancia suya propia (la sustancia misma, particular, de la realidad), sino más bien como un... Son, el invisible garabato de un son, el son de un Algo que está, sí, dentro de la realidad o detrás de ella, pero sin serla, ni expresarla, ni significarla; un «Algo» que, al ser percibido por nosotros, sabemos en seguida que es más, mucho más que la simple realidad, y también... otra cosa, aunque inseparable de su cuerpo, de su ineludible cuerpo real. La realidad es, pues, sagrada, no por sí misma, por ser sí misma, sino por lo que esconde -por lo que esconde de divino-, ya que la realidad -que no es divina- es sagrada como puede ser sagrada un arca, una caja, una casa, una cueva, una celda. La Divinidad, toda divinidad, parece estar pidiendo, o estar esperando, veneración, adoración -aunque no la necesita-, pero lo sagrado ni pide ni espera veneración o adoración alguna; lo sagrado, simplemente, está ahí, no es alguien, sino un lugar, un sitio, un dónde, un sitio en donde se asienta lo divino. La realidad no es divina, es sagrada; la realidad es el sagrario de la divinidad, el escondite de la divinidad. Por eso la realidad, por un lado, no puede ser esquivada, evitada, saltada, y por otro, no puede ser venerada, adorada; por eso el «realismo» -todo realismo- es siempre tan estúpido, y equivocado, y falso. El realismo, en Arte -como en todo lo demás, es decir, como en Religión, como en Filosofía, como en la Vida misma-, es siempre ilusorio, erróneo, tonto (...) El realismo -que, claro, no puede escapar a su baja condición de... «ismo», es decir, que no puede escapar a su entusiasta cerrazón, a su obcecada, y ciega, y hueca idolatría- no puede enamorar, es decir, entontecer a nadie que no sea enamoradizo y tonto ya de antemano, porque enamorarse del «realismo», y adherirse a él, seguirle los pasos, adoptarlo y querer realizarlo, e incluso implantarlo -por más talento que tenga ese alguien, y por más que se pueda llamar José de Ribera, o bajando mucho de categoría, Caravaggio, o Chardin, o Courbet, o Millet, o Émile Zola-, enamorarse así, fanatizarse así, no es más, en definitiva, que tomar gato por liebre. La realidad no puede ser borrada, ignorada o pasada por alto en una obra de arte bien nacida, legítimamente nacida; ni puede ser adulada, exaltada, glorificada; y tampoco... analizada, espiada, estudiada, viviseccionada; la realidad ha de ser... recibida, bien recibida, recibida con limpieza, y después, claro, ha de ser tenida siempre presente, muy presente; ha de ser tenida presente, y, al mismo tiempo... casi como abandonada, abandonada a su presencia, a su hermosísima y humildísima presencia. Eso es todo. Eso es todo, al menos por nuestra parte; por parte suya, de la realidad, ella, al sentirse, diríamos, no ya comprendida (esto, aunque importante, no es indispensable), sino al sentirse vista e... intocada, respetada, dejada intacta en su sitio y en su ser sagrados, es sin duda entonces cuando se aviene a responder, a respondernos, a correspondernos con su hermoso y simple estar, sólo si hemos acertado en nuestra actitud y en nuestra... distancia respecto a ella -que acaso consista en una especie de amoroso despego-, podrá ella quedarse aquí, delante de nosotros, dando la cara, dándose, y, al mismo tiempo, conservándose propia y... virgen, sucesivamente virgen, en todo el esplendor oscuro, enigmático, de su exterioridad.
Muy interesante. Enriquecedor. No había leído algo tan claro sobre la realidad. Ni siquiera en Filosofía.